La iluminancia.
La iluminancia es una medida para la densidad del flujo luminoso. Se ha definido como la relación del flujo luminoso que cae sobre una superficie y el área de la misma. La iluminancia no está sujeta a una superficie real, se puede determinar en cualquier lugar del espacio, y puede derivar de la intensidad luminosa. La iluminancia, además, disminuye con el cuadrado de la distancia desde la fuente de luz (ley fotométrica de distancia).
Exposición luminosa: como exposición luminosa se entiende el producto de la iluminancia y la duración de la exposición luminosa con la que se ilumina una superficie. La exposición luminosa juega sobre todo un papel en el cálculo de la carga luminosa sobre objetos expuestos, por ejemplo en museos.
Luminancia: mientras la iluminancia registra la potencia de luz que cae sobre una superficie, la luminancia describe la luz que procede de esta superficie. Esta luz, sin embargo, puede partir por sí misma de esta extensión (por ejemplo, con una luminancia de lámparas y luminarias). Aquí la luminancia se define como la relación de la intensidad luminosa y la superficie proyectada verticalmente a la dirección de irradiación.
No obstante, la luz también puede ser reflejada o transmitida por la superficie. Para materiales de reflexión difusa (mates) y para los de transmisión difusa (opacos), se puede calcular la luminancia desde la iluminancia y la reflectancia o transmitancia, respectivamente. Con ello, la luminancia constituye la base de la claridad percibida; la sensación real de claridad, no obstante, aún queda bajo la influencia del estado de adaptación del ojo, de las proporciones de contraste del entorno y del contenido de información de la superficie vista.
La luz, base de todo lo visible, es para el hombre una aparición natural. Claridad, oscuridad y el espectro de colores visibles nos resultan tan familiares que otra percepción en una zona de frecuencia distinta y con sensaciones cromáticas diferentes nos resulta casi inconcebible. Pero en realidad la luz visible sólo es una pequeña parte del espectro bastante más ancho de las ondas electromagnéticas, que alcanzan desde los rayos cósmicos hasta las ondas radioeléctricas. Que sea precisamente el área desde 380 hasta 780 nm, la «luz visible», la que conforme la base de la visión humana, desde luego no es casualidad.
Justo esta área se encuentra relativamente regular como radiación solar a disposición en la Tierra y de este modo puede servir como base fiable de la percepción. Es decir, el ojo humano aprovecha una de las partes disponibles del espectro de las ondas electromagnéticas para informarse sobre su entorno. Percibe la cantidad y la distribución de la luz, que es irradiada o reflejada por cuerpos, para informarse sobre su existencia o su cualidad, y el color de la luz irradiada para obtener una información adicional sobre estos cuerpos. El ojo humano se ha adaptado a la única fuente de luz de la que ha dispuesto durante millones de años: el sol. Así, el ojo es lo más sensible en esta área, donde también se encuentra el máximo de la radiación solar, y así también la percepción cromática está sintonizada al espectro continuado de la luz solar.
La primera fuente de luz artificial fue la llama luminiscente del fuego, donde partículas incandescentes de carbono producían una luz que, al igual que la solar, dispone de un espectro continuado. Durante mucho tiempo la técnica de la producción de luz se basó en este principio, que, desde luego empezando por la antorcha y las astillas de pino, pasando por la candela y la lámpara de aceite, hasta la luz de gas, tuvo un aprovechamiento cada vez más efectivo. Con la evolución del manguito de incandescencia para el alumbrado de gas en la segunda mitad del siglo XIX se supera el principio de la llama luminiscente; en su lugar se colocaba una materia, mediante cuyo calentamiento se conseguía dar luz. La llama ya sólo servía para producir la temperatura necesaria. Casi simultáneamente surgió una competencia para la iluminación de mechas para gas de alumbrado con el desarrollo de las lámparas eléctricas de arco y de incandescencia, a las cuales se añadirían las de descarga a fines del siglo XIX.
En los años treinta del siglo XX ya se había sustituido casi por completo la luz de gas por un surtido de alumbrantes eléctricos, sobre cuyos sistemas de funcionamiento se basan todas las fuentes de luz modernas. Las fuentes de luz eléctricas se pueden subdividir en dos grupos principales que se distinguen por diferentes procedimientos para convertir la energía eléctrica en luz. Un primer grupo lo constituyen los radiadores térmicos, que abarcan lámparas incandescentes y halógenasincandescentes. El segundo grupo lo constituyen las lámparas de descarga y abarca un amplio espectro de fuentes luminosas, por ejemplo, todas las formas de lámparas fluorescentes, lámparas de descarga de vapor de mercurio o vapor de sodio, así como lámparas de halogenuros metálicos.
Gracias al colaborador Tomas Matias Rodriguez por enviarnos este material para ser publicado.